1/06/2013

"Y sonrió, poque había cumplido con su deber"


Ella no respondió a la puya, se mantuvo impertérrita, casi indiferente. Ni siquiera había reto en su mirada, ni rabia, ni desdén. 

-No-dijo tras unos instantes. Su palabra resonó en las pétreas paredes, recorrió las galerías congeladas del desvencijado fortín - Los demás se van, todos ellos.

-No. Los bárbaros se van, pero los asesinos, ellos han de pagar por lo que han hecho. Han de ver cómo caes rendida a mis pies, cómo al final, pierdes la vida entre agónicos suspiros, pidiendo piedad y llorando como la niña que eres. Han de ver como aceptas tu derrota y pereces, en el fracaso más absoluto.

La chica se tomó otra pausa antes de responder. Le dio la espalda a su interlocutor y observó, a su derecha, al enorme jefe bárbaro, aquel que había rendido sincera amistad a su maestro y a ella misma tiempo atrás. Aquel que la había apoyado en una idea más subrealista que utópica, y que le había ayudado a asimilar los principios de valor nobleza y justicia, cuando era aún solo una niña.

Luego se giró y contempló a sus amigos. Al veterano enano, aquel que había sido como un padre para ella. Al desarreglado asesino, que había sido una prueba viva de que todo cuanto les rodea, por férreo que exista, podía cambiar. Miró al joven aprendiz de hechicero, y deseó que hubiese traido su traje de invisibilidad; él era incluso más joven que ella. Sin duda demasiado joven para estar allí, para morir de una forma tan mediocre, para ser olvidado para siempre de aquella manera.


Se alegró de que no todos la hubiesen apoyado y hubiesen aceptado ir con ella. De que no hubiesen arriesgado su vida.

Volvió a mirar a los ojos al Capitán Forestal Jean D'Iffaal. En su mirada había algo. ¿Odio, impaciencia, triunfo? Quizá un poco de todo, un todo que le daba un brillo característico a sus duros ojos, a su ceño fruncido, a su aire arrogante.

Ella no pudo por menos que sentir un poco, solo un poquito de admiración.

-¿Fracaso? - replicó ella, con desdén, con lentitud. El rostro del hombre que empuñaba su espada cambió sutilmente, ella sonrió - Todos han visto la escoria que sois. Os han expulsado de la cuenca de Urriech,  habéis perdido el poder en el este frente a las bandas a las que solo unos meses atrás avasallávais y tachábais de delincuentes degenerados, y habéis desertado de las filas del Timonska, tan graciosamente apodado "el Clemente", abandonando a sus hombres a una muerte segura entre las gélidas nieves del norte. ¿Y dices que he fracasado? Créeme, todos morimos, antes o después. Si he de morir, y todo indica que así es, moriré realizada, y sola, pues el gran jefe bárbaro no es rehen más que a mis ojos; nada le debe a mis compañeros, y te aseguro que nada significa para ellos, y si se han abierto paso hasta aquí, no te quepa duda que pueden abrírselo hasta tus entrañas y volver a salir por encima de tus hombres, si aún queda alguno con valor para hacerles frente. Lo mismo puedo decir de nuestro jefe bárbaro; si rompes la palabra que le has hecho, no te quepa duda que él, y su escolta personal, darán su palabra por cumplida y aplastarán a tus hombres con sus propias manos, hasta llegar a tí. Así que el trato es el siguiente: todos ellos se van, yo me quedo. 

-No estás en posición de negociar- replicó el hombre que sostenia la espada.

-Yo creo que sí, aunque todo depende de si valoras más tu venganza personal que la vida de tus hombres. Tú decides.

Durante unos segundos el silencio fue lo único que se escuchó resonar en las pétreas paredes, en las gélidas galerias. Un lúgubre alarido, producto de las ráfagas que azotaban el exterior recorrió el desvencijado fortín. A más de uno se le erizaron los cabellos. Al capitán forestal no. Tampoco a la joven asesina.

Ella contempló su propia espada. Vista desde el lado opuesto al que solía ocupar, el aspecto era mucho más imponente; quizá menos magestuoso, pero sin duda más imponente.

Valoró cuántas veces la había empuñado, y cuantas vidas había perdonado, quizá por flaqueza, quizá por justicia, quizá por locura, por azar. Se planteó si realmente debió haber perdonado la vida del grifo de Amhul, de la bruja de Kripib, y de más de un patán, de los muchos que se habían cruzado en su camino a lo alrgo de los años. Y, paradójicamente, parecía ser que la vida que no perdonaría iba a ser la suya.

Ella contempló la hoja con solemnidad, con respeto y con calma. Las manos del capitán temblaban ligeramente. Ella sonrió. Le miró a los ojos y espiró, cuando él frunció el ceño.

Sonrió cuando retomó la empuñadura de la espada.

Sonrió cuando la espada hendió su pecho, cuando ahogó un grito, un dolor insufrible, producto de aquella hoja tan especial. Sintió como tiraba de su energía vital, cómo le robaba la vida.

Sonrió cuando su cuerpo perdió las fuerzas, cuando sus rodillas tocaron el suelo, mientras la hoja seguíua clavada en su pecho.

Porque todos morían, y ella había cumplido con su deber.




Los Ecos de la Venganza
Carlos Garrido

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